viernes, 12 de junio de 2009

La muerte y todo lo demás.


Me detuve a pensar sobre la muerte. Claro que no voy a hacer una exposición filosófica sobre el final de los días, de las implicancias que la muerte tiene en la subjetividad de la gente, del instinto de supervivencia, ni mucho menos.

Me detuve a pensar particularmente en la nota cómica que termina dando la muerte si las personas con las que decide jugar saben sobrellevar la vida de una manera inteligente.

Creo que todos estamos más o menos asustados por lo que nos va a pasar (si es que nos pasa algo) el día que nuestros cuerpitos digan "good bye, good bye" y el corazón haga huelga general por tiempo indeterminado. Pero yo no puedo parar de pensar en lo divertidos que son los hechos post-mortem.

Ayer, en lo de mi abuela, conversabamos sobre qué iba a ser de nosotros cuando murieramos. Bueno, en realidad conversabamos sobre la muerte y todo lo demás. Porque el tema surgió cuando mi abuela y mi tía se entrecruzaron contando una anécdota (sí, no soy el único de la familia que tiene memoria idiota y lo único que sabe hacer bien es contar anécdotas) que les había sucedido en conjunto días atrás.

Mi abuela volvió del cementerio (creo), absolutamente indignada por dos cuestiones:

a) la más simbólica: habían perdido la lápida de mi bisabuelo (sí, como lo leen, la lápida se había perdido) y eso tocaba lo más profundo de su memoria desvariada (mi abuela anda como una luz, pero tiene 78 años, es obvio que se va a olvidar de algunas cosas).

b) la material: le habían cobrado dos veces la cremación de los pocos restos que quedaban ya de mi bisabuelo (que ahora, deteniendome a pensar, sospecho que pueden haber sido los restos de cualquier otra persona, porque mi bisabuelo murió hace bastante y la lápida estaba perdida, así que...)

Como les decía, acá está la muestra más ejemplar de los desvaríos que puede causar la muerte, y todo lo que la rodea. Pero la anécdota sigue mientras mi abuela indignada le contaba por teléfono a mi tía cómo le habían cobrado dos veces por los restos del Tata, pegó un grito comparable al que hubiese pegado si se le aparecía la mismísima figura de mi bisabuelo ahí (lo cual hubiese sido un guiño para empezar a filmar una película ya mismo). Pero no, el grito no era por la aparición, sino porque al escuchar las llaves, mi abuela recordó que Berta (un personaje único en mi familia, sobre la que ya voy a relatar algo) estaba llegando para hacer la limpieza.

-Te tengo que cortar -le dijo mi abuela a mi tía -porque acaba de llegar Berta y lo tengo a Papi en la mesa de la cocina.

(Papi: la urna con las cenizas del que queremos creer es mi bisabuelo).

La conversación siguió sus rumbos (no la de mi abuela y mi tía, que cortaron, la nuestra), porque todos teníamos algo para decir sobre lo que queríamos que hicieran con nosotros cuando muertos.

Yo alguna vez quise que me tiraran en los lagos del sur. Bueno, aunque sea en uno. No sé, me daba la sensación de poética la imágen de mi hermana esparciendo mis cenizas, en un catamarán, por el Nahuel Huapi. Como he dicho tengo, usualmente, disparadores binarios en mis pensamientos, con lo que se me ocurren dos cuestiones:

a) no sé por qué creo que me voy a morir antes yo que mi hermana, cuando la lógica (ella es casi dos años mayor que yo) indica que ella debería morirse primero.

b) de esparcirse mis cenizas en el lago, el hecho debería efectuarse un día sin viento, porque (y esto me lo hizo notar de una manera inteligente mi tía Tula -que vive en Bariloche-) si no más que en el lago mis benevolos restos culminarían siendo sacudidos de las caras de los turistas patagónicos.

A raíz de esto, mi otra tía (Laura) contó la historia de la suegra de una amiga suya, que había pedido que sus cenizas fueran tiradas en Mar del Plata, pero no desde el Torreón del Monje, o desde el muelle. No, la señora exigía que su decendencia se embarcara y dejara su recuerdo en el mar, a una profundidad considerable.

Lo más triste es que su familia lo hizo.

Finalmente, todos terminamos negociando que se hiciera con nuestras cenizas, lo que más cómodo quedara a los que les toque recibirlas. Salvo mi abuela, que pidió que la tiremos en la plaza San Martín, bajo las magnolias. Y mi tía Laura le observó que mejor en otro lado, porque si no sus restos iban a convivir por el resto de la eternidad (o al menos lo que le quede al mundo como lo conocemos hoy) con la bosta de los perros platenses. Pero mi abuela es obstinada y dijo que no le importa, que ella es urbana y quiere que la dejen ahí, que vayan sus cinco hijos con la urna, una botella de champagne, la tiren, se abran el champú y que disfruten de una de las tardes más extrañas de su vida.

Por suerte no me encomendó la responsabilidad a mí y espero no tener que terminar haciéndolo... No por el champagne, sino porque no sé cuáles son las magnolias.

1 comentario:

Lucía dijo...

Nachoo!! muy lindas tus reflexiones, tu comentario me hizo pensar en dónde quiero que tiren mis cenizas mmm...
definitivamente no vas a ser voselresponsable de hacerlo, y nadie te lo encarga a vos porque es obvio que te las vas a fumaarr!!

te quiero muchoo!